En un aburrido día de verano, Ester y yo encontramos un abejorro muerto. Se nos ocurrió abrir una agencia funeraria para enterrar a todos los animales muertos del mundo. La tarea de Ester era cavar; a mí me tocaba escribir los poemas; y a Pepe, el hermanito de Ester, le tocaba llorar. Éramos, sin duda, los niños más buenos del mundo.